La construcción de este cobertizo tiene una doble lectura y una doble función. Por una parte ha de proteger los restos arqueológicos del sitio y dar sombra a los visitantes. Lo hace con una estructura doble plegada que flota sobre el terreno, apenas apoyada en un sistema de columnas tubulares compuestas, estratégicamente ubicadas de forma de tocar lo menos posible el terreno que cubre. De ella se suspende el pasillo de circulación. La propia estructura aporta elementos de sombra en sus diferentes planos que se complementan con celosías y mallas. La cubierta es traslúcida. El conjunto conforma una unidad de tan baja densidad que logra una consistencia sutil y le otorga la luminiscencia y el carácter de una traza de niebla que flota sobre el solar. A diferencia de ella, sin embargo, esta nube no se retira ni se diluye. Se queda porque, a diferencia también de la niebla que se difumina bajo el sol, este cobertizo tiene asimismo la función de construir un borde en la ciudad, conformar un límite que honre lo que alguna vez estuvo pero también el entorno construido más reciente que enfrenta. En ese sentido, la estructura se despega de la construcción del borde de la ciudad y la prolonga sobre un terreno que, como suele ser, presenta una topografía desmembrada y un poco caótica. Este elemento unificador tiene, así, una función y una escala urbana que lo enaltecen. Es la integración de estas dos funciones y lecturas, que son también dos escalas, la que hace de esta pieza un logro destacado. Cabe también celebrar y agradecer la visión del promotor: su vocación de conservar y proteger el sitio y permitir la consolidación del lugar y el borde convocando para ello el concurso de los arquitectos, no es obvia. ¿En cuántos municipios de este lado del paraíso nos habríamos dado por satisfechos con un simple cobertizo o una carpa, en el improbable caso de efectivamente querer proteger el sitio y no entregarlo a toda suerte de abandonos?

F. Pfenniger