Arquitectura en acero

En un país como Chile, que ha tenido tan escasa valorización de su pasado remoto, que no ha registrado espectaculares hallazgos arqueológicos ni monumentos deslumbrantes que ofrecer a las agencias de viajes más allá de Rapa Nui, o que los ha mirado en menos, como castigando de antemano no ser de la magnificencia de Chiché Itzá, o de Machu Picchu o acaso del Partenón o de  la Gran Muralla China o las ruinas de Angkor, y que, por lo mismo, ha permitido que las frenéticas carreras del Rally Dakar destruyan parte de sus frágiles testimonios del pasado y que -más allá de las dubitativas aproximaciones al respeto y rescate de sus culturas ancestrales- carga con una culpa y deuda incuestionables, todo esfuerzo por contrarrestar esta tendencia es valorable y encomiable. Pocos recursos se destinan a ello, amparados por una parte en una mirada simplista que aspira a evaluar económicamente los esfuerzos y, por la otra, en las evidentes urgencias que la convivencia social aún demanda. Por lo mismo, probablemente, se valora más el Dakar y su glamoroso desfile tecnológico que la destrucción de la huella de nuestros antepasados, sin considerar ni por mucho, que los cementerios destruidos alojan los restos de antepasados que no por lejanos dejaron de ser personas ni merecer el mismo respeto. Hay, sin embargo algunos hallazgos y evidencias de importancia no menor en la comprensión de cómo se fue habitando nuestro territorio. Hay, también, actos y acciones que aspiran a cuidar y resguardar estos descubrimientos y enaltecen su historia y a quienes se esfuerzan incansablemente por su preservación y cuidado. Algunos de estos hallazgos son menudos y frágiles pero su relevancia puede ser crucial. Pienso en Monte Verde, cercano a Puerto Montt en el sur del país, y su reciente datación que confirma sus 18.000 años de antigüedad que vienen a discutir la teoría de la ocupación de América.  ¿Qué hay en el lugar? Nada o casi nada, por reconocer el esfuerzo solitario y un poco cándido de un ex senador de la República que se esfuerza por sacar del anonimato un terreno que, de no ser por él, pasaría completamente desapercibido en el paisaje, aunque conocido en el ámbito académico. Más al norte, en las riberas de lo que fue la Laguna Tagua Tagua (accidental y torpemente vaciada a fines del siglo XIX por -nuevamente- la ambición de los terratenientes del entorno), a unos 200km al sur de la capital, se concentran una serie de hallazgos y evidencias arqueológicas que se superponen en distintos layers y niveles. Desde restos de fauna prehistórica, cementerios de los primeros humanos, hasta evidencias que hacen sospechar de la existencia de las construcciones incaicas más australes del mundo. Entre ellos, está el cementerio de Cuchipui datado en 11.000 años. Expuesto al clima y al deterioro, se decide protegerlo. En consideración a la fragilidad del terreno y a que las excavaciones y estudios pueden demandar cambios y modificaciones sobre el terreno, los autores, profesores de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Chile y pertenecientes a su Instituto de Historia y Patrimonio, recurren a una ligera estructura de arcos de acero que conforman una bóveda de cañón corrido. Concebida en segmentos y apenas apoyada en ligeras fundaciones, los arcos incluyen un tensor a media altura y se conectan mediante un sistema de costaneras que reciben una cubierta de plancha de acero que permiten seguir la geometría de la bóveda. Unos segmentos de planchas traslúcidas de fibra, algunos elementos de arriostramientos y una plataforma recorrible completan la intervención que pone en valor el hallazgo y su excavación. Lo que queremos destacar es la voluntad de proteger un yacimiento arqueológico y la posibilidad de hacerlo en forma medida –casi humilde diría- con lo justo, con lo necesario para cumplir su cometido. En su logro está comprometida también una voluntad y una forma de mirar de sus autores.  Y en ello precisamente el valor de este proyecto

F. Pfenniger